
Permitidme, antes de que empiece con la crítica, confesaros algo: soy un romántico. Un romántico y un nostálgico. De esos que echa de menos sentarse delante de la tele, después del colegio, bocadillo en mano, a ver su serie de dibujos favorita. De los que huelen crema solar o el mar y se acuerdan, con cierta añoranza, de los días de playa. Esos días que pasaba acompañado de sus cómics favoritos de entonces: Súper Lopez (ya apuntaba al género de superhéroes), Mortadelo y Filemón, Botones Sacarino y, claro está, Zipi y Zape. Os cuento todo esto porque ayer mi pequeño corazón de niño, el que está enterrado bajo una gruesa capa de corazón adulto, sintió una pequeña punzada al ver que los Zipi y Zape que él conocía, no eran los mismos que estaba viendo en la pantalla. Y no me refiero, claro, a que no conservasen las mismas formas o que no se parezcan los actores entre sí, pese a que los personajes son gemelos. No, eso es lo de menos. Me refiero a que el espíritu y el rico universo que Escobar creó en torno a los dos hermanos y que marcó a muchas generaciones de lectores, había sido sustituido por otro universo totalmente diferente en esta adaptación. Este nuevo universo, nacido de un afán comercial y alejado de cualquier tipo de añoranza, influirá a una nueva generación de espectadores, que no lectores, que acudan al cine acompañados de sus padres. Pero es una pena, como os decía, que esta generación no conozca a esos Zipi y Zape que, intentando hacer una buena obra, terminaban creando un estropicio enorme, y muy alejada de los tebeos originales, que no conozcan a Don Pantuflo y a Doña Jaimita, los padres de las criaturas, puesto que no aparecen en ningún momento, o que no aparezca ninguno de los secundarios creados por el autor.
Además, también me viene a la mente que no es este el primer largometraje que se hace sobre Zipi y Zape, pues allá por el año 1981, Enrique Guevara dirigió “Las Aventuras de Zipi y Zape”, mientras que en 2005, pudimos ver la película de animación “Las monstruosas aventuras de Zipi y Zape”.

Voy a destacar, para terminar, la contenida interpretación de Javier Gutiérrez que se pone en la piel del director del centro. Es convincente, aunque en los últimos minutos se le escapa algo de las manos, sin caer en el esperpento absoluto.
Ahora vuelvo a mi nostalgia y a mi morriña. Voy a desempolvar mis antiguos ejemplares de Súper Humor, para que regrese el olor a playa y el sonido del mar y que se diluyan ahí los recuerdos de unos Zipi y Zape que no me corresponden. Éstos se los dejo a las nuevas generaciones.





